Mi nombre
es Almira León y soy mulata, fui arrancada del seno de mi familia en 1740 o más
bien obsequiada, eran los días de la hambruna del lado sur y la prosperidad de
unos pocos descendientes de conquistadores en el centro norte de la Venezuela
colonial. Las familias acaudaladas enviaban al capataz a recorrer los campos
buscando niñas que trabajaran dentro de sus casonas. Así fue como arribé a Sartenejas, en las afueras
de la ciudad de Caracas, en unos pocos años me convirtieron en una suerte de
servicio utilitario, pero debido a mis destrezas la Señora María Francelina Martínez
de Villegas ordenó que le sirviera en forma exclusiva. Decidí llamarla La
Patrona.
He
acompañado a La Patrona por espacio de sesenta años, nadie la conoció tanto
como yo. La vi reír muy poco, pero si la vi llorar por largos períodos
especialmente por ser la única mujer al frente de litigios, compras y venta de
tierras, lo que le trajo no pocos detractores y contendores luego de la
implementación del sistema de ocupaciones. Fue una mujer dura y resistente a
los cambios de las épocas, nada permeable y muy iracunda con quienes tenían el
atrevimiento de contradecirle, incluso yo recibí una dosis de su carácter el
día de su alianza matrimonial con el acaudalado Señor Antonio de Ponte, cuando
me obligó a permanecer a su lado durante sus actos íntimos, cosa con la que su
esposo no estuvo de acuerdo y mucho menos yo, pero su obstinación llegó a tal
grado esa noche que llevó a su señor a elegir entre tenerme a su lado tomándole
la mano mientras copulaban o debía abandonar toda pretensión sobre sus tierras.
El hombre accedió a regañadientes y sólo entonces fui la acompañante de la
pareja durante su noche inicial y todas las siguientes.
Los cambios
trajeron violencia y la violencia lo transforma todo, así que el señor de Ponte
no duró mucho tiempo al frente del mayorazgo pues un bala perdida le cegó la
vida al asomarse por el balcón principal en medio de una reyerta de esclavos
por el insólito control de las barracas, hay que decir que no fue el único
varón de la familia caído en esos tumultuosos años.
Así fue
como la familia disminuyó progresivamente y el clima de tensión nunca retrocedió,
al no tener descendencia directa, sus acomodados sobrinos intentaron perpetuarse
en el mayorazgo a cambio de una gran participación, pero La Patrona no lo vio
como un sacrificio de parentesco y solo les ofreció tener una parte si lograban
la prosperidad de las tierras y el fin de las hostilidades en la región, como
era de esperarse cada uno fue renunciando para viajar al sur, donde no solo
carecían de enfrentamientos sino que ahora la prosperidad y las comodidades reposaban
sobre esos lares.
La Patrona
me convirtió en custodia de las llaves de la casona y por tanto, todo cuanto
sucedía debía ser filtrado a través de mí. Los banquetes de costumbre y las
visitas fueron disminuyendo a la par del avance la incipiente emancipación, ya
no era seguro moverse por estos caminos, lo que nos sumó otro inconveniente: No
contábamos con cuadrillas para recoger y trasladar las cosechas, lo que
ocasionó la pérdida de las mismas, así como no pudimos renovar el personal de
servicio de la casona y en menos de quince años sólo éramos un par de viejas solas
penando en la gran casa del norte.
Los
rebelados –Así les decían por entonces– Llegaron a las tierras de La Patrona
para tomar posesión de todos los recursos y bienes, ella haciendo gala de su carácter
nos brindó ese día una lección de diplomacia férrea desde su silla de ruedas
negociando con unos hombres hambrientos, sudados y violentos. Ahora podían
hacer lo que quisieran con todo excepto con la casona y con nosotras. Así se cumplió, aunque no estábamos exentas
de ser testigos de cuanta violación a sus propias mujeres cometían y era
igualmente común verlos frotar sus miembros viriles desnudos contra los vidrios
de las ventanas de la gran sala, solo para molestarnos. La Patrona me ordenaba
observarlos con la seguridad de que se avergonzarían y desistirían, lo que
sucedía muy poco. En los vidrios permanecían las manchas de sus líquidos
seminales, eran como bestias sin control.
Los pocos
alimentos que ingeríamos los negociaba La Patrona con Mario Ayembe, el líder de
los invasores locales quien sólo por presionarnos, cada vez enviaba menos
vegetales en la cesta y nada de proteínas.
Las noches se hacían eternas, sin luz y sufriendo un calor insoportable.
Resultaba una tortura escuchar su cantos, gritos y aullidos provocados por la
ingesta de alcohol y la práctica de rituales, supongo.
La tensión
aumentó. La comida y el agua escasearon. No podíamos permanecer sitiadas, nuestros
elegantes vestidos ya no podían disimular el hedor de nuestros cuerpos y
nuestras fuerzas flaqueaban. En contra de mi voluntad, La Patrona negoció una
vez más con Ayembe para que me dejase atravesar la otrora plantación y poder
huir por el río abajo hasta llegar al puerto y embarcar al sur, donde tendría
mejor vida. Y así fue, después de tantos años al lado de ella, nos separamos.
No se despidió. Permaneció silente frente a la ventana principal y no hubo
discurso, ni agradecimiento. No hubo nada.
Así
conseguí mi nuevo destino: Luego de seis días caminando fui rescatada por un
regimiento que necesitaba cocinera, mis habilidades y modales estaban muy por
encima, pero accedí con la única condición de que un vigía me entregara razón
de La Patrona y su destino. Lo cual supe semanas después: Fue brutalmente
asesinada luego de mi escape, la casa fue saqueada y posteriormente quemada. Ayembe y su gente huyeron, no volvieron a ser
vistos, se cree que fueron ajusticiados pues nunca pertenecieron a la revuelta
que pretendía acabar con el sistema de esclavos.
Ha pasado
el tiempo, corre el año 1812 y hace dos que prohibieron la introducción de esclavos
al país, quizá un día logren abolir la esclavitud. Por mi parte aún recuerdo a
La Patrona, curiosamente por las noches frías creo sentir el calor de sus
manos, eso me reconforta y me obliga a encarar lo poco que resta de mi futuro,
dejando atrás todo lo que significó mi largo pasado.
“Almira
León no pudo disfrutar de la libertad plena por decreto. La abolición se hizo
efectiva en el año 1854. Por espacio de 44 años adicionales los hacendados se
negaron a dar la libertad a sus esclavos o a entregarlos sin remuneración –Entre
ellos la familia Bolívar–, ya que consideraban que éstos eran de su propiedad
como inversión y debían permanecer en las haciendas, en cadenas. Así éramos y
quizá así somos aún.”
FIN
Me sumergí en la lectura de este relato, no podía dejar de leer, de verdad te atrapa, debo felicitarte una vez más, la verdad no dejas de sorprenderme,
ResponderEliminaren cada linea de esta historia la imagine, excelente Luis
ResponderEliminarEs Mónica. Woao,me gustó mucho!Es ficción pero refleja una cruel realidad para todos,no sólo para las mujeres.
ResponderEliminarExcelente relato.
ResponderEliminarEres increible! Gráfico hasta cuando escribes! Bravo!
ResponderEliminarExcelente, me encantó, te mantiene atrapado hasta el final...
ResponderEliminarMuy buen relato. Me encantó.
ResponderEliminarUna cruel realidad, muy interesante está lectura.
ResponderEliminarExcelente como siempre!
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